martes, 20 de diciembre de 2011

Vocaciones

Se habían conocido una tarde de invierno, de hace ya varios años; pero ya no se acordaban dónde exactamente. Quizás en el avión, en el aeropuerto, en el bus camino a la villa.  En alguna reunión, en algún almuerzo. Lo que estaba claro es que, cuando los pusieron a compartir la cabaña, ya se conocían, ya tenían conciencia el uno del otro, ya no eran dos desconocidos sentados en filas distintas en la sala de clases, vidas diversas que, de cualquier otro modo, habrían seguido sus propios caminos, como cometas, como gaviotas, como cualquier cosa que vuela y sueña.
Se dieron cuenta de que existían y algo debe haber pasado, porque no sólo se percataron el uno del otro; decidieron compartir sus respectivas humanidades. Hablaron de sueños, de dioses, de amores, de corazones rotos, de desencantos. Divertido cómo los amores nacen cuando se habla de amores rotos. Como si el universo no fuese más que una gran comedia de equivocaciones.
Subyacente a cada conversación, la idea imprecisa, la vaga noción de que todo lo que hacían, lo hacían por otro; que todo lo que anhelaban, lo querían para evitar seguir sufriendo, para tener algo en qué creer, en qué refugiarse, en esas tardes de invierno en que el frío arreciaba y la lluvia les recordaba la indolencia del destino y la escurridiza esencia de sus convicciones, esas que discurrían como el agua que recorría las cunetas y se iba a perder en un resumidero salpicado de hojas secas y pedazos de madera.
Se enamoraron como nunca, y como siempre, si debían ser sinceros. Como se habían jurado no hacerlo nunca más, como nunca pensaron que lo harían. Una tarde, después de un café, decidieron tomar una cerveza, contra la voluntad de ambos, pero empujados a ello por una extraña e inédita convicción, algo que nacía de sus entrañas y que nunca pudieron entender, ni siquiera después, cuando ya todo acabó. Y en esa catarsis remojada en alcohol desplegaron su amor, en besos apasionados que atrajeron miradas, en abrazos, en caricias, en la cálida, secreta e inmediata presencia de sus cuerpos.
Hasta que les tocó despertar y volver a ser quienes eran. Hasta esa tarde de noviembre en que, en medio de lágrimas, abrumado por la clara conciencia de lo erróneo, él decidió recibir los votos para los que había estudiado. Y el otro, quizás motivado por esa misma decisión, optó por recibir los suyos propios.
Nadie más supo de ellos, sólo Dios.
    

No hay comentarios:

Publicar un comentario