Parece que Simón se sentía bien ayer. O no sé, igual se lo veía un poco triste, pero su rostro estaba más compuesto. No tenía la expresión de silente furia que le vi el otro día, cuando estuve a punto de no grabarlo por miedo a que me tirara una piedra. No sé, el alma de los poetas es cambiante. Y es el alma de Simón la que habla, no él. Ayer, mientras cocía un género destinado a convertirse no sé en qué clase de prenda, se quedó pegado mirando el horizonte, como siempre, y dijo:
¿Cuál es el absurdo del que hablan tus ojos?
¿Cuál es la armonía de que canta tu rostro?
Maldita manía de hacer todo difícil
y terminar clamando la sensatez del tiempo.
Hablaré con palabras de carne y de beso;
hablaré de los prodigios de un amigo olvidado,
y vendrás a mirarme como se mira a un muerto
brincando, celosa, sobre un vestido blanco.
Hablaré con pasión, pero con desencanto,
contando las proezas de tu amor entero.
Te transformarás de pronto
en una lengua de fuego,
y arderás con violencia, como yo,
cuando te veo.
Me quedé pensando un rato si quizás Simón inventa sus poesías inspirado en algo que le está pasando. Lo digo porque, justo en la última frase, se quedó mirando a una niña bastante bonita que pasó caminando por el parque. Eso habría terminado mi idea de que es el alma de Simón la que habla, no su mente, que no hay nada en sus versos que no sea improvisado, que no nazca del momento, sin elaboraciones. Pero no. La niña bonita pasó y el único que se quedó mirándola fui yo. Hasta se me olvidó apagar la grabadora. Simón se quedó mirando el parque unos segundos, y luego volvió a cocer. Salí de mi lapsus y, casi sin quererlo, me despedí de él. No me respondió de vuelta, pero no me importa. No tiene por qué.