miércoles, 11 de abril de 2012

La Visita


   
Leía el diario online, sentado en el escritorio, como todas las tardes de sábado, cuando comenzó. Fue en uno de esos momentos donde se respira una tranquilidad falsa, maqueteada, como ese silencio repentino en el bosque que presagia un fenómeno extraño. Miraba el video de un jugador de fútbol europeo que, sin explicación, había errado un tiro a boca de jarro, sin arquero, imposible. Se sorprendió tanto que la conciencia de lo que venía quedó rezagada en su mente por unos cuantos segundos, largándose a reír de buena gana, pero silenciosamente, con apenas un rezongo.
Y entonces los oyó. Los pasos. Pesados, rápidos, corriendo por el pasillo. Sombras cruzando raudas por debajo de la puerta. Ningún grito, ninguna palabra. Nada que hubiese podido darle una pista de que habían llegado. Sólo los pasos yendo de un lado a otro allá afuera. Como le habían advertido. Sintió un dolor en el vientre, como una daga imaginaria que se clavaba en sus entrañas, y un sudor frío que recorrió su espalda. Se quedó paralizado. Sabía que el día llegaría, pero no lo esperaba tan pronto. No así, a esa hora, mientras veía el diario con el pijama puesto y reía por el video de un futbolista ridículamente malogrado. Afuera llovía, y apenas estaba vestido. Y todavía no podía moverse de su silla. Se quedó observando la puerta, las sombras corriendo sigilosas, incapaz de moverse, olvidando todo lo que había planeado durante tantos días y tantas noches, todo lo que había leído, todo lo que había soñado. Ya estaban ahí, y no podía mover un músculo. Por Dios. Muévete. Muévete, o será muy tarde.
            Algo golpeó contra su puerta secamente. Saltó sobre la silla y entonces despertó de su parálisis. Un grito, afuera, en el pasillo. Otro más, ensordecedor, terrible; un chillido desesperado. Golpes. Su corazón se descontroló de pronto, palpitando cada vez más rápido, como el motor sobrecargado de una locomotora vieja, mientras las sombras seguían corriendo allá afuera y los gritos se multiplicaban. Se levantó de la silla y observó alrededor, buscando algo para ponerse. Los mocasines, al lado del sillón. Dio dos pasos y empezó a colocárselos, dando gracias de que no tuviesen cordones. Acomodaba el segundo zapato, cuando dos sombras cruzaron por su puerta. Luego otra. Y luego la última. Dio un suspiro de alivio… Pero la sombra retrocedió y se detuvo frente a la puerta.
Y el ojo de pez, que antes dejaba entrar un reguero de luz amarillenta desde el pasillo, se eclipsó.
Sintió un estremecimiento desde el pelo a las entrañas. Su respiración hizo colapsar sus pulmones y se quedó paralizado, sin aliento, por un momento que le pareció eterno. Ya era tarde, era muy tarde. Fueron demasiado rápidos, más de lo que nunca imaginó. Lo habían encontrado. Inhaló al fin una bocanada de aire y observó la terraza, a un costado, detrás del ventanal. Estaba anocheciendo, y la lluvia arreciaba. No tenía otra opción. No tenía tiempo para nada. Debía salir. Sal ahora. Sal. Otro golpe en la puerta, fuerte como una explosión, tanto que los goznes se remecieron y del techo cayeron pequeños trozos de cal. No podía esperar más. No había tiempo.
            Se levantó y abrió el ventanal. El viento rugió en su cara y pudo escuchar el sonido, que quizás no había podido oír antes debido a la aislación del termopanel. Era una especie de pitido ultrasónico, como un silbato de perros. Tantas veces lo había imaginado… Y ahora estaba ahí. Hacía frío. Agradeció haberse puesto zapatos, aunque fuesen mocasines. Pero ya no pensaba. Piso doce. Se le había ocurrido cómo bajar hacía dos semanas, pero el episodio se veía tan lejano que no le pareció necesario idear nuevos planes. Al final de la terraza, por un costado, había un espacio relativamente grande que servía de resumidero. Había una pequeña reja instalada entre el muro y el fin de la terraza, para evitar que los niños cayesen. El espacio era suficientemente amplio como para dejar pasar su cuerpo. Por suerte estaba delgado. Otro golpe en la puerta, y entonces los escuchó. Un chillido sobrecogedor, inhumano, espeluznante. Estaban allá afuera. Lo habían olido. Salió a la terraza, corriendo. Otro golpe. Miró hacia abajo por esa especie de pasillo vertical por el cual se aventuraría. Si resbalaba, no tendría opción. Debía bajar con brazos y piernas apoyados en la muralla. Respiró profundo. Quizás si llegaba al departamento de abajo, podría salir por ahí. Pero no. Si ya estaban ahí, estarían en todos lados. Otro golpe, y la puerta cayendo. Se apoyó y comenzó a bajar. Resbaló y se vino de bruces contra el piso de abajo. No logró afirmarse de la reja y se agarró desesperado del muro, sacándose la uña del dedo índice. Gritó de dolor. Los chillidos se intensificaron. En el departamento de abajo, las sombras se habían apoderado de todo. Gigantes, las criaturas danzaban. Era demasiado tarde. Por Dios. Ya no había otra alternativa. Siguió bajando, tratando de asegurar cada paso contra la pared, como un montañista. Nuevamente resbaló al escuchar los gritos, y se deslizó dos pisos completos hasta enterrar el puño contra la muralla. El dolor casi le provoca un desmayo. No quiso mirarse la mano ensangrentada, no tenía tiempo. Sólo sintió la sangre chorreando por su brazo y vio las marcas que iba dejando en la pared. El dolor nacía en sus manos y circulaba por todo su cuerpo como una descarga eléctrica, punzante, palpitante. En el piso nueve, había sangre en los ventanales. En el piso ocho, una luz, y ninguna sombra. Se detuvo. No escuchó nada. Pensó en entrar. Sintió esperanza. Y cuando la garra se asomó por el ventanal, dio un respingo y se dejó caer, chillando, tratando infructuosamente de afirmarse de las rejas y los maceteros que iba encontrando a su paso. Cuatro pisos más abajo, se detuvo apoyando las manos destrozadas contra el descanso de una terraza desocupada. Un dolor que nunca había experimentado antes lo sacudió como una bestia salvaje; pero lo olvidó al ver a la mujer que yacía ensangrentada sobre las baldosas blancas. Alguien, algo, le había cercenado las piernas. La mujer estaba viva, pero sus ojos iban de un lado a otro y no decía nada. Por Dios, por Dios, murmuró, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entró en pánico, sintió vértigo, miró hacia abajo y quiso dejarse caer por un momento, olvidarlo todo, despojarse del dolor, del miedo, de los presagios oscuros que se le venían a la mente. Levantó la vista al escuchar un grito al frente, vio a la mujer precipitándose a una velocidad inaudita, y luego, justo de antes de chocar contra el suelo, desvió la mirada y sólo pudo escuchar un golpe seco, que sonó como un enorme saco de cemento reventándose en el piso. Cerró los ojos y rezó entre murmullos, recuperando el aliento. Por Dios. Por Dios. La mujer estaba tirada en el suelo, desarmada como un títere, sobre un charco de sangre. Su cabeza apuntaba hacia sus pies. No, no podía. No así. No de esa forma. Se deslizó dos pisos, se afirmó de un muro, indiferente al dolor, y cuando la criatura en la terraza le lanzó un zarpazo, simplemente se dejó caer, frenando de vez en cuando con las manos, los brazos, los pies, destrozándose los dedos, los nudillos, los codos, las rodillas. Detuvo su caída libre del mismo modo en que lo hizo todas las veces, y no supo si ya no le dolía o si el dolor era tan intenso que era incapaz de sentir más. Cuando llegó al segundo piso, no pudo seguir avanzando y se lanzó desde ahí hasta el piso, dando una voltereta al caer. Podía haberse roto un tobillo, pero no sintió nada, no le importó. Mojado y llorando, salió corriendo. La reja del estacionamiento estaba cerrada. Sin cuestionarse, trepó por sobre ella y se dejó caer, tres metros, cayendo pesadamente al otro lado. El dolor en la cadera fue distinto; se le nubló la vista y un pitido impreciso resonó en su cabeza. No te desmayes, no te desmayes, mierda, por lo que más quieras. Soportó el embate del dolor con los ojos cerrados y el cuerpo agarrotado. Sólo el golpe, sólo el golpe, sigue corriendo. No había nadie en las calles. El cielo se había tornado cobrizo. Tomó nueva conciencia del pitido ultrasónico, que se confundía con el sonido de la lluvia cayendo en las calles y con el sonido del viento remeciendo los árboles. Corrió como nunca antes por dos, tres, cuatro cuadras. Hasta que vio a los demás, corriendo también, los hombres; ningún niño, ninguna mujer. Muy tarde para ellos. Los hombres lloraban, sin dejar de correr; algunos heridos, otros sólo ensangrentados, empapados quizás de su propia sangre, quizás de la sangre de otros. Se unió a todos ellos y siguieron corriendo por las calles vacías, en silencio, salvo por los espasmos intermitentes del llanto. No sabía dónde iban. Simplemente lejos de ahí.