lunes, 23 de julio de 2012

El Frío de Simón

Hacía un frío terrible la última vez que vi a Simón. Hacía tiempo que no pasaba por ese lugar que marcaba su "territorio" -por denominarlo de alguna forma: la oscura y sucia acera en la que habitualmente colocaba sus cachivaches y a veces se largaba a predicar su poesía al aire, como un sacerdote a su púlpito. No pensé que, a esas horas de la noche, y con ese frío, estuviese sentado en la misma esquina, como insensible a ese clima que parecía querer sacarle el alma del cuerpo. Un par de jóvenes vestidos con delantales estaban sentados al lado de él, ofreciéndole un café, que, para mi sorpresa, él recibió sin decir palabra. Me detuve un segundo y escuché, vagamente, la pregunta del muchacho, bien intencionada, por supuesto, pero inconsciente de la reacción que generaría: "¿Cómo se siente?".
Simón lo observó fijamente durante varios segundos; luego, fijó la mirada en el horizonte y, aun con el vaso en la mano, a medio camino hacia su boca, comenzó a hablar:

Que cómo me siento, preguntas
con tus ojos de tortura
como si te importara.
Tal como el mar cuando se arroja
sobre las costas perdidas
de tu encanto.
Tal como el aire que dispara
consonantes transeúntes en tus labios
que predican el no como besos,
el jamás como disparos,
el amor como un castigo.

¿Que cómo me siento?
Tamaña discusión
entre mi pecho y mis cabellos,
entre mis pies y mi aliento.
La disquisición traicionera y oscura
que no admite pálpitos
ni admite emociones.
Que busca una sola respuesta,
como un balazo en la llaga
donde alguna vez se alojó mi corazón.
Hace tiempo pregunté lo mismo
cuando estaba entre tus brazos
y el aire se tragó tu respuesta
como el océano, la brisa.

Te responderé, en su momento,
cuando culmine la hipocresía
y germinen el odio y el deseo.
Algún día sabrás la verdad
que recorrió tu cuerpo
cuando eras mía.
Algún día te haré regresar sobre mis años
para decirle a tu oído
lo que no quiso oír.
Algún día sabrás que no siento;
que soy como roca afilada,
que cuelga de un precipicio;
que soy como un árbol caído,
y mis lágrimas son musgo
que no seca el viento.
Alguna vez pude arder,
pero ahora estoy seco.
No sirvo siquiera para morir.
No sirvo siquiera para matar.
No sirvo siquiera para mentir.
¿Acaso querías saberlo?
Ahora lo sabes:
así me siento.


No pude evitar sonreír al observar la expresión de los muchachos ante una pregunta que parecían tan trivial y sencilla, sus expresiones atónitas y como encandiladas. Fue como, sin moverse, hubiesen retrocedido cinco pasos, para ponerse a resguardo de esa avalancha de sentimientos que había salido de la boca de Simón, como un enjambre de abejas salvajes. Simón no se dio por enterado y siguió tomando de su café, como si nada hubiese ocurrido. Los muchachos se miraron entre sí, intercambiaron mentalmente un par de opiniones, y se levantaron. Entonces me acerqué y les expliqué que Simón es así, que no se preocuparan, que lo ayudaran, porque hacía demasiado frío. Simón ni siquiera me miró cuando lo hice. No sé si estaba contento o triste. Pero no podía permitir que se muriera de frío. Aunque algo me dijo que, si le preguntaba, me diría que ya estaba muerto. 

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